Sonámbulo

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Sonámbulo es un cuento incluido en el libro Vendedoras de amor y otros relatos (2023). La ilustración es de Gabriela Cercos.

Hermes, de diez años, sintió una ola de frío repentina que lo despertó con la piel de gallina. Era una noche cualquiera. Después de una jornada rutinaria y de cenar chocolate con pan, según la tradición, se había acostado cerca de las once. Su madre Verónica y su hermano menor Marcos, de cinco años, también lo habían hecho.

Después de apagar las luces, los rayos de una luna envolvente se colaron a través de los espacios entre las sábanas convertidas en cortinas. Esto creó un sinfín de figuras retorcidas con movimiento propio en las paredes, que cambiaban de forma según las luces de los autos que pasaban por las afueras.

Sin embargo, después de unas horas, los autos concluyeron sus recorridos y los gatos dejaron de gemir como bebés. Cesaron sus correrías de romance sobre los tejados rotos y todo quedó en silencio. Era un silencio extraño, inusual en una ciudad donde era normal que los asfaltos se derritieran.

Hermes miró el reloj de campana sobre el viejo televisor de perillas y se dio cuenta de que eran las tres en punto de la madrugada. Decidió salir de la habitación, ya que su vejiga estaba a punto de reventar. Para llegar al baño común, tuvo que atravesar un interminable corredor en medio de una tenue oscuridad. Durante su camino, bordeó el patio interior de balcones coloniales internos donde había ocurrido una tragedia.

Era una casona de principios de siglo, conocida en el barrio por su magnitud y extravagante belleza, pero también por haber sido testigo de un trágico accidente décadas atrás. Sucedió mientras una joven sirvienta, en pleno quehacer, tendía la ropa recién lavada sobre los alambres que cruzaban uno de los patios centrales. Ella escuchó el fatal golpe a un metro de distancia. La joven manchó su pulcro uniforme de puntitos rojos. El impacto resonó en cada rincón de la inmensa casa y dejó sin vida al pequeño heredero del palacete.

Resultó que el niño había resbalado desde uno de los balcones coloniales internos mientras jugaba a caballo en su imaginación, con un palo de escoba. Tal fue su aparente estado de defunción que la mujer no se atrevió a acercarse a socorrerlo, sino que simplemente lanzó un agudo grito que atravesó los gruesos muros de la casa, hasta que los padres y sirvientes llegaron aterrorizados a la macabra escena.

Los padres del menor no permitieron que su hijo fuera sacado de la casona. Allí mismo le hicieron el levantamiento, el embalsamamiento y el velatorio que duró tres días. Los vecinos y sirvientes lo lloraron como si fuera uno de sus propios familiares, y la historia fue tema de conversación en el barrio durante varios días.

El rostro del niño se talló en alto relieve en una lápida de mármol y fue enterrado en el cementerio central junto a los demás miembros de la familia. Los dueños de la propiedad no pudieron soportar la pena que llevaban a cuestas durante meses y se marcharon después de vender la propiedad a un precio irrisorio. El nuevo propietario de la casa, un adinerado inmigrante italiano dueño de muchas parcelas en la zona, la convirtió en un gigantesco inquilinato donde se arrendaban habitaciones a gente pobre a precio de gente rica.

Dado que los aposentos originales eran de gran tamaño, adecuados para que los habitara un conde o cualquier miembro de la nobleza, el avaro italiano dividió cada uno en tres, e incluso en cuatro, para obtener más ganancias. En uno de esos espacios vivía Hermes con su madre y su hermano.

Ya no quedaba ni rastro de la modernidad y el buen estado que alguna vez había caracterizado al palacio. Las termitas se regodeaban al alimentarse de las maderas quebrantadas de sus pisos. Figuras de humedad y moho adornaban las paredes. Se vislumbraban oscuridades a través de los cielos rasos falsos a tres metros de altura, y los ratones, que se sentían con igual o más derecho que sus habitantes, se paseaban sin temor por todos los rincones de la casa.

Pero en esa casona se tejía una historia aún más espeluznante. Se decía que el fantasma del niño fallecido rondaba sin descanso. También se comentaba que podía aparecer de dos formas: como un niño normal, inocente, sonriente y juguetón; o a veces se presentaba como un alma en pena y terrorífica que quería hacer daño a sus víctimas. Aunque también se decía que, cuando quería causar daño, no era el niño, sino un demonio maligno que se había escapado de los infiernos y que quería hacerse pasar por él.

Nadie lo sabía con certeza. De cualquier manera, era un hecho que aterrorizaba a más de uno y generaba historias espeluznantes, como la de una anciana encargada de la limpieza en los espacios comunes de la inmensa casa. Se decía que murió de una manera horrible al encontrarse con el alma en pena del niño fallecido… o quizá fue el demonio. Cuentan que una noche, aquella mujer mantuvo una conversación durante varios minutos con un ente que creía que era uno de los niños del inquilinato, pero que en un abrir y cerrar de ojos se transformó en un ser con pupilas negras, piel agrietada y pálida. Se escuchó un inquietante chillido que llenó cada rincón de la casa, y nadie supo si fue emitido por la mujer o por el espanto. Más tarde la encontraron totalmente deshidratada y con la piel traslúcida, como si alguien le hubiera arrebatado el alma de un solo tajo. También tenía los ojos tan abiertos como la boca, de donde danzaban moscas a su alrededor.

Sin embargo, a pesar de las historias, de los comentarios y de algunos testigos que aseguraban haber visto al ser del más allá, la incredulidad de Hermes con respecto a todo lo relacionado con fantasmas y demonios lo hizo indiferente ante la situación de esa noche. Contrario a su familia, el menor no creía en fantasmas, cábalas ni supercherías. Había aprendido una frase al pie de la letra de su abuelo que decía: «No hay que temer a los muertos, sino a los vivos».

Hermes fue al baño, hizo sus necesidades fisiológicas y regresó, despreocupado y sin más pensamientos que su sueño, por el mismo corredor sombrío para cualquier persona, menos para él. Abrió la puerta de doble hoja de madera, produciendo un chirrido escalofriante. Entró a la habitación. Se recostó en el catre después de levantar el tosco mosquitero que lo protegía de algunos mosquitos que, de manera misteriosa, en esa noche no aparecieron.

Minutos después, cuando el sopor comenzaba a surtir efecto, logró ver a través de sus ojos entrecerrados una silueta al pie de su cama. Tenía exactamente el tamaño de Marcos, por lo que de inmediato supuso que su hermano menor estaría sonámbulo de nuevo. Con voz adormilada, llamó a su madre Verónica.

—Mamá, Marcos está sonámbulo otra vez.

Marcos, el hermano menor de Hermes, siempre tenía algunos moratones esporádicos en su rostro y en otras partes del cuerpo. Sin embargo, estos no eran resultado de castigos infligidos por su madre ni de peleas con su hermano, sino más bien eran causados por su costumbre de deambular mientras dormía.

 Durante mucho tiempo, lo llevaron a santeras y brujas de magia blanca para que le quitasen el mal de encima, pero ningún ungüento, baño de ruda, ajo en los pies ni rezos ancestrales surtieron efecto. Verónica y su otro hijo, Hermes, ya estaban acostumbrados, o quizás resignados, al sonambulismo de Marcos, y solo se limitaban a colocar almohadas estratégicamente en la habitación para evitar nuevas contusiones.

No tenían que hacer mucho esfuerzo para proteger al menor, ya que esa pequeña habitación estaba llena de lo esencial para su humilde vida: una cocina de dos hornillas sobre una mesa de madera, dos camas de hierro, un armario de mimbre para guardar la ropa, una mesa con santos y vírgenes, y un televisor en blanco y negro que algún familiar les había donado por caridad.

La madre, aunque estaba en la otra cama que compartía con su hijo menor, no respondió al llamado de Hermes. Lo llamó por segunda vez, pero fue en vano. La silueta permaneció inmóvil en su posición original, observándolo de manera fija. Llamó a su madre por tercera vez, esta vez con más fuerza, sin que esta respondiera. De repente, la silueta se acercó un poco más a Hermes y le tocó la mano.

Efectivamente, era la mano de su hermano menor. Era pequeña y suave. Sin embargo, Hermes notó algo peculiar en la piel de su hermano. Estaba fría, muy fría, como la de un muerto. Trató de convencerse de que la piel fría se debía a la baja temperatura en el ambiente, y que Marcos estaba nuevamente sonámbulo. Llamó a su madre por cuarta vez, esta vez con un tono mucho más enérgico:

—¡Mamá, Marcos está sonámbulo de nuevo, está aquí al lado de mi cama!

Y añadió:

—Marcos, despierta, vete a tu cama ahora.

La silueta no reaccionó. Permaneció inmóvil. Hermes no pudo distinguir su rostro, pero supo que la silueta lo observaba de manera constante. Hasta que, de repente, la madre se despertó de su sueño y dijo:

—¿Qué sucede, Hermes? ¿Por qué me llamas?

—Mamá, es que Marcos está aquí, al lado mío y me está tocando la mano. Está sonámbulo de nuevo y tiene las manos heladas.

Verónica, medio despierta, bajo los efectos de un sueño perturbado, extendió su brazo hacia atrás, sin mirar, para comprobar si Marcos, su hijo menor, seguía durmiendo a su lado. Hermes recibió una respuesta de su madre que lo aterrorizó por completo:

—No, mijo, Marcos está aquí. Lo estoy tocando.

Y la madre volvió a sumirse en un sueño profundo.

Hermes perdió el aliento. Su corazón latió aceleradamente. Apartó la mano de la silueta y se cubrió con la sábana de pies a cabeza. No quiso dejar ninguna parte de su cuerpo desprotegida. A pesar del frío, empezó a sudar bajo la manta. Las gotas de sudor corrieron por su frente. Ya no quedaba rastro del niño valiente que no creía en los fantasmas de niños en pena, y las sabias palabras de su abuelo quedaron completamente olvidadas. Sin embargo, segundos después, escuchó una voz infantil proveniente de la silueta:

—Hermes, estoy despierto, soy Marcos. Llévame de vuelta a mi cama junto a mamá. Pero dile al niño que está con ella que se vaya.

 

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