Una rebelión

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Ahí me lo topé de frente. Yo estaba arrodillado, buscando no recuerdo qué cosa, hurgando en el bifé donde mi madre guardaba toda clase de documentos como sagrados tesoros: desde los cuadernos escolares de mis hermanos mayores, hasta mi huellita del pie que grabaron en el hospital el día en que nací. Me causó miedo por su apariencia, pero la curiosidad ganó. Su sangre y las manos oscuras envueltas en llamas hicieron que me olvidara del resto, incluso de cerrar la puertecita del mueble para que mi madre no se diera cuenta del robo.

Me lo llevé al patio trasero de prisa, no solo por las ansias de seguir ojeándolo, sino también para no quemarme los pies en el trayecto hasta llegar a la sombra del árbol con mangos biches. Era rara la escena, como lo era encontrar literatura en mi casa; salvo un par de biblias y unas cuantas revistas de Condorito.

No devoré el libro, más bien él me devoró. A pesar de ser una edición flacuchenta, de unas 250 páginas, tardé algunos días en llegar al final. Mi interpretación era lenta, pero sus palabras eran tan contundentes que lograron abrazarme y abrirme a un mundo mucho más allá de mis doce años.   

La Rebelión de las Ratas, de Fernando Soto Aparicio, es una novela publicada en 1961, por la cual su autor mereció el premio Selecciones Lengua Española. La recuerdo con cariño porque fue la primera obra que terminé sin una obligación escolar. Ella fue la que me marcó el camino hacia la lectura, no así a la escritura.  

Inocente, interpreté su nombre de la portada con las ratas (animales) en el infierno, y no con los bravos hombres que peleaban por lo justo. Inocente, no tenía ni la más mínima idea del potencial de su temática política y social.

Solo me erizaba con la descripción de Timbalí, un pueblo ficticio ubicado en el departamento de Boyacá, Colombia, donde las bestias metálicas acabaron con el campo para traer “civilización” y “progreso”; donde de la tierra ya no salía yuca y papa, sino negras rocas de carbón; donde las mejillas coloradas de los hombres y las mujeres quienes alguna vez labraron la tierra, terminaron pintadas de ceniza; y donde se dibujó una línea para separar a dos clases sociales: por un lado, los gringos, ingenieros y administradores de las mineras multinacionales y, por el otro, los trabajadores tan mal pagados que contaban las monedas para comprar lo más básico. Una pequeña escena:

“—¿Qué se le ofrece?

La voz lo asustó. Era clara, bien timbrada. Vio tras el mostrador a un hombre. Treinta años, tal vez menos; alto, moreno, con el pelo reacio e hirsuto; una cicatriz le agrandaba la boca, pero el conjunto era, finalmente, agradable. Rudecindo lo calificó como una persona decente.

—Vengo a ver si me vende unos panecitos… Unos treinta centavos, sumercé.

Joseto se inclinó y metió la mano en la vitrina. Sacó tres panes pequeños, morenos, cubiertos por una finísima capa de polvo.

—Aquí tiene.

—¿Esto… esto vale treinta centavos?

—Sí le parece barato puedo darle solamente dos.

—No, no, sumercé. Así está bien”.

Jamás logré tener otro libro físico, porque el hecho de descubrir a otros autores me hizo tan ingrato como para buscarlo. Pero hace unos ocho años lo descargué en digital y, con el disfrute de cada página, recordé las razones del aprecio que le tengo. Creo que ahora lo quiero más.  

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