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Mi madre me contó que Marina, una vecina, se asomó a través de la pared de esterilla cuando escuchó chillar a su perra. Vio cómo su vecina Leonor la perseguía con un palo de escoba mientras la bautizaba con insultos, y no dudó en salir a la calle para defenderla. Segundos antes, la perra se había comido, en tres bocados, la libra de menudencias que Leonor estaba a punto de convertir en una sopa que serviría de almuerzo para ella y sus cuatro hijos de variados tamaños.

Marina, desde su antejardín de tierra, le repitió iracunda a Leonor los mismos que había utilizado contra su perra, y le agregó unos cuantos.

Leonor se dio vuelta, la miró con boca retorcida y caminó hacia Marina tras soltar el palo de escoba, porque estaba segura de que sus setenta kilos de negritud y sus brazos de roble eran suficientes para resolver el problema.

Marina se tenía confianza a pesar de su delgadez. Cuando era una niña nunca se dejó de sus hermanos mayores cuando le decían mona pecosa, y esa semana se cumplirían tres meses de haber echado a su marido a puñetazos, porque él cometió el error de levantarle la mano tras una noche aguardentera.

Ambas tenían la sangre hervida. Marina se recogió el pelo con un moño de tomate y fue al encuentro de su vecina, quien, a su vez, se le acercaba a paso firme.

Curiosos habían salido a sus puertas y ventanas malhechas para ver el espectáculo. Todos estaban atentos, incluidos os integrantes de la pandilla de perros que vegetaban a la sombra; todos, excepto la perra de Marina que al final de la calle terminaba de saborear los pescuezos de gallina.

—¿Y se agarraron, mamá? —le pregunté.

—Sí, pero no vi cómo fue porque usted empezó a llorar para que le cambiara el pañal de tela.

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