Mejor me duermo

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La mujer de 72 años subió al autobús con un carrito de hacer mercado en una mano y atiborrada de bolsas en la otra. Se sentó con parsimonia y sus arrugas de sobra, después de que alguien le cediera el puesto. No venía de hacer compras, sino de vender frutas y verduras en la feria todo el día. Ese trabajo apenas le ayudaba a cubrir los gastos para comer, pagar arriendo y comprar los medicamentos para un cáncer que no quería soltar a su esposo desde hacía tres años. Él ya no podía trabajar y sólo hacía enormes esfuerzos para levantarse de la cama y tenerle a ella una sopa caliente a su llegada. A veces ni hacer eso podía, y ella era quien se la preparaba a él. Quisieron tener hijos, pero no pudieron. Su seguro médico nunca le cubrió el mal de miomas en su útero. A pesar de querer, ninguno de los dos pudo tener educación. Siempre fueron esforzados y trabajaron de sol a sol, y un poco más. Ella aún se partía el lomo trabajando y él aún se lo partía luchando contra la enfermedad. Antes de quebrarse por el sueño, con la cabeza apoyada en el vidrio vibrante del autobús, y resignada por las dos horas de trayecto que le esperaban, leyó una pequeña calcomanía en la silla del frente que prefirió ignorar. Decía el enunciado:“Los subsidios no sacan a la gente de la pobreza, les mantiene en ella; es el trabajo quien saca a la gente de la pobreza. El pobre es pobre porque quiere.”

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