Crónica publicada en la Revista Sábado del diario El Mercurio, el 1 de octubre del 2022.
El 1 de septiembre entró en vigencia una ley que regula el contrato de trabajadores de plataformas digitales y de servicio. La legislación llegó tarde para el venezolano Carlos Anciani, de 23 años, quien vino a Chile en búsqueda de una mejor vida y tuvo un accidente que lo dejó parapléjico cuando llevaba comida a domicilio. La plataforma para la que trabajaba se desentendió de lo ocurrido. «Incluso querían cobrarme el pedido que no alcancé a llevar», cuenta.
“¡No siento mis piernas! ¡Por favor, dime que las tengo, dime que las tengo!”, le repitió Carlos Anciani a su amigo Rolando Sandoval cuando llegó esa noche del 15 de junio de 2021 a socorrerlo.
Eran pasadas las 22:00 horas y Carlos yacía boca arriba en un costado de la Avenida La Dehesa, en Lo Barnechea. Aún llevaba su casco puesto y las cinco capas de ropa para capear el frío reinante. Pocos minutos antes, el venezolano de 23 años conducía su motocicleta para entregar el último pedido de su jornada laboral como repartidor de aplicación digital, cuando una camioneta se le atravesó en el camino.
A más de un año del hecho, Rolando cuenta que nunca ha olvidado el rostro de angustia que tenía su amigo al momento de quitarse el casco.
— Decía que sentía algo en el estómago, como si se estuviera hinchando —comenta—. Me decía: “¡Tómame una foto, tómame una foto!”.
Carlos confiesa hoy que quería ver con sus propios ojos si todavía tenía las piernas ligadas a su cuerpo.
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Nacido en el estado venezolano de Zulia, Carlos Anciani está sentado en una cama de dos plazas donde duerme siempre con su madre. Se disculpa por el espacio que ofrece la casa que arriendan en la comuna de Estación Central.
Anciani llegó a Chile en 2018, porque se dio cuenta de que en su país de origen tenía pocas oportunidades del progreso que había soñado, de manera que tomó la decisión de tomar un bus y cruzar las fronteras vía terrestre y de manera legal.
A los cinco meses comenzó a trabajar en distintas aplicaciones digitales de delivery para subsistir. “Eso no es un trabajo independiente, como decían. Se vive bajo estrictas normas de la empresa y su aplicación digital”, explica, agregando que por cada entrega un rider puede ganar entre 1.500 y 3.500 pesos por viaje, dependiendo del pedido. Él se hacía unos 25.000 pesos diarios, dinero que le alcanzaba para cubrir sus necesidades en el país.
Mientras se acomoda, recuerda la noche el accidente. Asegura que no recibió ayuda del conductor de la camioneta que lo embistió.
— Se bajó del vehículo y ahí se quedó —indica el entonces motociclista—. Él dice que pensó que yo había muerto y por eso no me socorrió, según le han dicho a Carlos algunos testigos.
El registro de una cámara municipal muestra que Carlos conducía por el carril central en una calle expedita. Antes de pasar el semáforo en verde, el otro vehículo aparece en la escena y lo embiste de izquierda a derecha sin explicación alguna.
La moto quedó casi intacta, pero su dueño no. Carlos sospecha que cuando cayó se pegó con el borde de la vereda o con el borde de un poste. Como haya sido, el golpe le causó daños clínicamente irremediables.
El suyo fue uno de los 10.829 accidentes de tránsito que ocurrieron en 2021 en Chile en que se vieron involucradas motocicletas y bicicletas, dejando a heridas o fallecidas, de acuerdo a datos de la Comisión Nacional de Seguridad de Tránsito (Conaset).
Carlos trabajaba para un servicio de aplicaciones que se desentendió de lo sucedido. “Incluso querían cobrarme el pedido que no alcancé a llevar”, cuenta con una mueca.
Este tipo de ocupaciones suelen ser la principal opción de trabajo para los migrantes indocumentados, pues no exige tener RUT válido sino solo un pasaporte vigente, según plantea un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Esto podría explicar la razón por la cual un 57% de quienes lo ejercen son extranjeros, de acuerdo a un estudio publicado en el libro Propuestas para Chile, en el que se aborda la problemática.
Las complejidades y vacíos que existían en este rubro llevó a sus trabajadores a organizarse, protestar y pujar por una normativa que les diera algo de seguridad, lo que se tradujo en la aprobación en el Congreso de la Ley 21.431, que regula el contrato de trabajadores de plataformas digitales y de servicio, ordenando la existencia de un contrato de trabajo, pago de cotizaciones para pensión, salud y accidentes del trabajo. Dirigentes consultados por “Sábado” coinciden en que es un avance, pero agregan que no es suficiente y que muchos riders temen a posibles represalias, por lo que son poco dados a exigir que sus derechos se cumplan.
Anja Meyer, presidenta de Asociación Chilena de Plataformas de Movilidad (Achiplam), responde ante los cuestionamientos que en su sector “respetamos plenamente las garantías de los trabajadores de plataformas digitales, donde uno de los tantos objetivos de la ley es consagrar el derecho de los trabajadores a constituir las asociaciones, sindicatos e instancias de representación que estimen pertinentes”.
La nueva legislación comenzó a regir el 1 de septiembre. Para Carlos, quien llegó la Chile en búsqueda de un futuro mejor, la ley llegó tarde, pues el accidente de 2021 lo dejó parapléjico y con una serie de lesiones que no le permitirán caminar. Especialistas indican que tiene un compromiso funcional severo, lesiones medulares y otra serie de afectaciones, incluyendo psicológicas, como la de trastorno depresivo.
Hoy en día Carlos no tiene seguridad social alguna y todo su sustento se basa en el salario que reciben sus familiares, con quienes comparte la casa donde vive.
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Cuando se enteraron del accidente de Carlos, sus familiares se desesperaron y decidieron que viajarían a Chile acompañarlo a como diera lugar. En ese momento estaban en Ecuador y a los pocos días, de noche, orientados por un guía, entraron al país por un paso no habilitado por la frontera con Bolivia y caminaron por el desierto chileno. En la caravana venían sus padres, dos hermanos, una cuñada y tres niños.
“Hubo un momento en que mi hija mayor me dijo que no sentía las piernas del cansancio y del frío”, comenta Auxiliadora, la cuñada, de 40 años.
Las fronteras estaban cerradas en ese momento debido a la pandemia y las visas que necesitan los venezolanos para entrar a Chile les fueron negadas. De acuerdo a estimaciones del Servicio Jesuita de Migrantes, entre enero y julio del año pasado ingresaron al país en condiciones similares, clandestinas, más de 23 mil personas.
Luego de un viaje de 10 días llegaron a Santiago solo con la ropa que llevaban puesta, pues en el camino debieron dejar todo para poder seguir avanzando en tan duras condiciones.
“Tirábamos las maletas o dejábamos las niñas botadas”, lo ejemplifica Auxiliadora.
La familia sintió alegría de poder reencontrarse con su ser querido y saber que lo podían acompañar en ese difícil momento. Carlos dice que al verlos sintió un shock emocional al verlos, porque sus planes era reunirse con ellos en condiciones totalmente diferentes. Para ese año tenía planeado viajar al Ecuador para visitarlos.
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Abajo del televisor de la pieza de Carlos están los pañales desechables que usa, cuya cantidad es imposible de contar a simple vista.
Lleva un corte de cabello estilo militar y una polera ajustada que denota el buen estado físico que siempre tuvo. Al lado están sus padres, quienes lo cuidan como escoltas. Su madre, Magyoly Borjas de 58 años, le ayuda con sus necesidades básicas y a controlar las medicinas. Atenta, no tarda en ofrecer galletas con jugo.
“Ahí tengo anotado los horarios de las pastillas. Son casi 30 al día”, cuenta la mujer mientras apunta con el dedo un calendario escrito a mano y pegado a la pared.
Como si intentara confirmar su condición, Carlos estira el brazo, toma una caja de plástico que tiene al lado de la cama, la abre y exhibe las gasas, algodones y medicamentos que contiene.
Su padre, también llamado Carlos, de 53 años, quien duerme en otra habitación con su hija Estefani y una de sus nietas, lo ayuda a subir a la silla de ruedas cuando tienen que salir a terapias y controles médicos, que son varias veces por semana. Su hermano y cuñada duermen en una tercera habitación con las otras dos niñas. Todos se autodenunciaron ante la PDI por entrar al país de forma clandestina y guardan la esperanza de conseguir la residencia en el país.
Carlos estuvo durante nueve meses en el hospital y ahora se siente más tranquilo en su hogar, junto a su familia. En un momento de calma, intenta dilucidar lo que le ha pasado y vuelve a la noche del accidente:
“Fue como si me hubiesen sacado los cables. Dejé de sentir las piernas ipso facto”.
En ese momento, se abre la puerta de la habitación y entra Scarlett, su polola de 24 años.
Se conocieron en una fiesta y la relación se afianzó después de lo ocurrido. Ahora, dice él, ella forma parte importante de su vida. La chilena le ayuda con los sondeos y con el aseo personal, después de dedicarle tiempo a su hija.
Cuenta que luego del accidente él le preguntó si estaba segura de continuar la relación.
— Obvio le dije que sí —comenta con una sonrisa—. Carlos es fuerte, no se echó a morir, a pesar de que ahora tiene que depender de su familia.
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En el hospital del Instituto de Rehabilitación de la Teletón huele a ambientador de frutas. El edificio tiene techos altos y una cómoda sala de espera con sofás rojos. En uno de ellos hay una mujer que le da cucharaditas a una niña, a quien le cuelga un par de rizos a cada lado de su rostro. A la pequeña, de unos siete años, le faltan las piernas desde las rodillas hacia abajo.
Se abre una puerta de vidrio y Carlos entra empujado en una silla de ruedas por su padre. Desde enero se atiende en dicha institución, que atiende a más de 2.500 pacientes nuevos al año.
“Estoy agradecido de ellos”, dice el muchacho.
Tiene terapias de rehabilitación dos veces por semana. Cuando hace los ejercicios cierra los ojos para concentrarse y por el dolor que le produce el esfuerzo. Hace la rutina completa y el kinesiólogo, quien cuenta cada una de las repeticiones, al final lo felicita.
“¡Bueeeeeeenaaa!”, le dice.
La sesión de terapia dura 45 minutos. Al salir saca su celular y muestra las fotografías que se tomó cuando estaba hospitalizado en el sistema público. Exhibe imágenes de las profundas úlceras en la piel que sufrió por permanecer demasiado tiempo en una misma posición durante las primeras horas del accidente. Ahora se recupera de ellas.
También repasa una y otra vez el video de aquella fatídica noche. Carlos asegura que el conductor tenía grados de alcohol en la sangre, pero que prefiere no ahondar en detalles para no entorpecer el proceso legal que sigue en curso.
Asegura que está optimista y así lo trasunta en su cuenta de Instagram, donde bajo su nickname se lee la leyenda “Tu límite está en tu mente”. Su cuenta está llena de fotos de él sonriendo. Las anteriores al accidente, donde aparece en la nieve o en moto; y en las nuevas, en las que está en silla de ruedas en la playa, con sus sobrinas o sometido a exigentes tandas de ejercicios terapéuticos.
Pese a lo vivido, comenta, prefiere quedarse siempre con lo bueno y pensar que lo que le pasó fue “solo una anécdota de la vida”.