Por: Wilson Charry
Ilustración: Gaviota Cercos
El día en que intenté visitar a mis amigos, el mundo ya era distinto, pero el barrio seguía igual:
Contenía las mismas calles polvorientas y ahuecadas por donde solía arrastrar las chanclas con mis dedos sucios y desparramados;
existía el mismo comercio alborotado, diseñado para no tener la necesidad de jamás salir de sus fronteras;
la estrechez de sus pasajes aún me daba la sensación de seguridad, distinta a la que podría sentir cualquier foráneo.
El día en que intenté visitar a mis amigos, el mundo ya era distinto, pero el barrio seguía igual:
Aún predominaban los racimos de gente colgada de los viejos vehículos camperos;
en cada esquina abundaba la diversidad infinita de alimentos criollos para la venta;
el arrabal aún gozaba de los mismos árboles notables, como los laureles de la India, ceibas, higuerones y guayacanes, hogar de pájaros amarillos que siempre me cantaron, pero que solo hasta aquel día escuché.
El día en que intenté visitar a mis amigos, el mundo ya era distinto, pero el barrio seguía igual:
Como algo inexplicable —y que solo hasta aquel día noté—, aún la gente, como yo, usaba pantalones largos para transitar los andenes, a pesar de que el sol picaba en nuestros cuerpos con una humedad tan alta que cualquier ropaje se adosaba a nuestra piel;
también sus casas de escalinatas acaracoladas a plena vista continuaban edificadas sin un patrón fijo, como evidenciando el esfuerzo que cada familia había hecho por construirlas como mejor había podido: unas de dos pisos, con visibles fierros de sus columnas en las terrazas, como con la esperanza de que algún día construirían un tercero;
otras en pie con lo justo y necesario, sin ninguna esperanza de poner un nuevo ladrillo. Los ensordecedores sonidos de variados ritmos musicales invadían el ambiente, como compitiendo por quién gozaba del mejor sabor en su vivir.
El día en que intenté visitar a mis amigos, luego de un largo peregrinar, el mundo ya era distinto; pero solo para mí, porque ellos siguieron con su vida y sus sueños dentro de aquel mundo, del que quizá yo ya no tenía cabida;
el mundo era distinto, pero con el sentimiento intacto por nuestra compartida infancia, aunque aquel sentir ya no era tan robusto como para que ellos me permitieran entrar en sus días cotidianos.
El día en que quise visitar a mis amigos, me quedé triste, porque quedaron abrazos por dar, fotografías que tomar e historias que contar.