La leyenda del viejo italiano

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Incluido en el libro «Vendedoras de amor y otros relatos» de Wilson Charry

 

Efraín escuchó el grito de horror de Jacinto y se dio cuenta de que aquel espanto no eran solo cuentos de abuelos, sino una realidad de la cual estaba siendo testigo. En medio de la espesa niebla del cementerio, Efraín vio, a varios metros de distancia, la silueta de su amigo. Jacinto tenía los brazos abiertos y el rostro mostraba súplica, mientras su ruana de piel de oveja era tirada desde atrás.

La embriaguez de Efraín se disipó de repente, al igual que parecía haberle sucedido a Jacinto. Efraín dudó por un instante si debía o no socorrer a su amigo. Era claro que se hacía presente la leyenda del viejo italiano, la que hablaba de terribles consecuencias para aquellos que osaran profanar su tumba, y aún peores para quienes intentaran rescatar a aquellos que fueran llevados por sus oscuros mantos. No quería caer en las garras de esa leyenda, así que Efraín se detuvo y reflexionó, invadido por la indecisión.

Una hora antes, los amigos decidieron dejar la cantina. No solo porque la música había cesado y las luces iluminaban sus rostros sonrientes, así como los de las dos mujeres que les habían prestado sus risas y sudor a cambio de algunos pocos billetes, sino también porque ambos sabían que sus bolsillos no podían soportar otro trago de aguardiente.

Jacinto sentía cierta carga en su conciencia por haber gastado el dinero que alimentaría a las cinco bocas que lo esperaban en su casa, incluyendo a Raquel, su mujer, pero el reencuentro con su amigo de infancia le proporcionaba un contrapeso significativo. En cambio, Efraín no tenía a nadie esperándolo y sabía con certeza que recuperaría los pesos gastados esa noche en el negocio de apuestas clandestinas al día siguiente.

Se adentraron en las oscuras calles del pueblo y lo cruzaron por completo. A veces se abrazaban mientras cantaban los boleros y cumbias que los habían enamorado, decepcionado y los habían introducido en la parranda cuando eran jóvenes. Recordaron las peleas de infancia, los amores compartidos y los sueños incumplidos, mientras bebían grandes sorbos de la última botella comprada en el antro. Al pasar junto al viejo cementerio, recordaron la antigua leyenda del viejo italiano: un avaro terrateniente del siglo pasado que se ahorcó en su habitación después de haber degollado a sus propios hijos en un arrebato de locura. Los custodios enterraron su cuerpo en un mausoleo, el cual estaba vigilado por gárgolas con rostros de tragedias. Desde entonces, se rumoreaba que no descansaba en paz, sino que se dedicaba a asustar a la gente y a veces a llevarse a los incautos al más allá, sobre todo a quienes tuvieran la osadía de molestar su sepultura. Ambos se quedaron mirando la profundidad de las sombras de las tumbas y los árboles raquíticos, porque sabían que en el fondo reposaba el viejo italiano.

—¿Se acuerda cuando jugábamos con los muchachos aquí? —le preguntó Efraín a su amigo con un tono de voz distinto al que había manejado hasta ese momento, mientras señalaba con el dedo las altas rejas oxidadas del cementerio.

Fue como si un escalofrío les hubiera recorrido la espalda cuando se detuvieron repentinamente. Algo o alguien los había detenido, pero no pudieron discernir qué era. La atmósfera se volvió pesada y opresiva, y en el interior solo destacaban las sombras siniestras que se proyectaban en el terreno del camposanto. Efraín y Jacinto intercambiaron miradas nerviosas por un momento, pero se consideraban lo suficientemente valientes como para admitirlo. Se esforzaron por disimular, mientras los recuerdos de su infancia se mezclaban con un presentimiento incómodo de que no estaban solos.

—¡Sí, pues! —respondió Jacinto encogiéndose de hombros mientras intentaba disimular—. Siempre atábamos al gordo Samuel para que se quedara al lado de la tumba del viejo italiano para que lo asustara.

—¡Usted también se cagaba de miedo! —dijo Efraín mientras se atacaba de risa nerviosa y, acto seguido, le preguntó qué había sido de la vida del gordo Samuel.

—Está de banquero en el pueblo —contestó Jacinto—. Fue el desgraciado quien me negó el crédito para la hipoteca.

El frío de la madrugada se incrementó.

—Recuerdo que también apostábamos por quién era capaz de ir solo en la noche y clavarle una estaca al lado de la tumba del viejo italiano mientras le gritábamos cualquier grosería —dijo Efraín.

—Ajá —contestó Jacinto sin mucha emoción—… y no me daba miedo, no hable mierda.

Efraín hizo una mueca irónica e hizo una corta pausa.

—También veníamos con Raquel —dijo Efraín con una sonrisa falsa —. Se la ganó, mijo.

—¿Aún no olvida eso, hombre? —preguntó Jacinto— El destino decía que ella debía quedarse conmigo.

—Lo sé, Jacinto, tranquilo. Lo que pasa es que el golpe duele cuando se da cuenta de eso después, mientras a uno lo reclutan a la fuerza —dijo Efraín mientras le tocaba el hombro a Jacinto—. Además, yo no habría podido tener cuatro críos con ella.

—Los condenados están grandes —dijo Jacinto—. El mayor lleva su nombre.

—¡Brindemos por eso! —exclamó Efraín.

Luego de que ambos la vaciaran en dos sorbos, Efraín lanzó la botella hacia la oscuridad del cementerio. El crujir de los cristales rompió la calma.

—Pero ahora me odia —dijo Jacinto, mientras metía las manos en los bolsillos de su pantalón por debajo de su ruana.

—¿Quién? —respondió Efraín con risa burlona.

—¡Pues Raquel, hombre, quién más va a ser! —exclamó Jacinto.

Efraín agachó la cabeza en silencio y también se metió las manos en los bolsillos, mientras trazaba círculos en el suelo con su bota militar. Luego, preguntó si Raquel supo que había regresado al pueblo después de tantos años.

—Sí supo que usted había regresado, pues —respondió Jacinto—, por eso nos agarramos en la casa antes de venir.

Y hubo un silencio entre ambos. Solo se escuchó el canto del sereno y el maullar de los gatos que custodiaban el viejo cementerio.

—No es mierda —dijo Efraín de repente, mientras ambos continuaban mirando a las profundidades del cementerio.

—¿Qué? —preguntó Jacinto mientras torcía la boca.

—Que usted sí se cagaba del miedo, hombre —respondió Efraín.

—Camine mejor, Efraín, que Raquel debe estar verde de la ira —dijo Jacinto, mientras avanzaba algunos pasos.

Sin embargo, su amigo no lo siguió. Se quedó frente a las rejas que daban entrada a los campos de tumbas. Aún no podía deshacerse de la fuerza que lo atrapaba sin darse cuenta y que de alguna forma también lo llamaba.

—Hágale entonces —dijo seco Efraín.

Jacinto lo volteó a mirar de inmediato.

—¿Qué quiere? —preguntó Jacinto.

—Demuestre que no se caga del miedo —dijo Efraín sin dejar de mirar al cementerio —. Vaya y clávele una estaca al viejo italiano y recuérdele a la madre.

Jacinto se quedó más frío de lo que estaba, pero no hizo otra cosa que mirar a su amigo. El corazón se le aceleró.

—Deje de hablar bobadas, hombre.

—¿Apostamos? —preguntó Efraín.

—Hágale, mijo —respondió Jacinto mientras perdía los pasos que había logrado—. ¿Qué quiere apostar?

Efraín dejó de mirar el cementerio y fue al encuentro con Jacinto, como si fuera un careo de gallos finos.

—A su mujer —le contestó Efraín.

—¿Quiere que le dé en la jeta? —dijo Jacinto.

Efraín respondió con una mirada retadora que duró unos segundos, antes de decidir acercarse al borde de las rejas. Buscaba con insistencia algo para concretar la apuesta con su amigo. Entre la maleza, encontró una vara de hierro forjada que el tiempo había desprendido de las rejas del cementerio. La tomó y se la entregó a su amigo como si fuera algo sagrado. Jacinto lo pensó dos veces antes de tomarla, pero finalmente pudo más su pecho ensanchado.

—¿Y si gano qué me da? —preguntó Jacinto.

—El secreto de las apuestas —respondió Efraín.

Ambos desafiaron la frágil seguridad del cementerio. Caminaron entre tumbas, mientras los ojos de los gatos los vigilaban desde las lápidas. Caminaban en silencio, sin intercambiar palabras. Jacinto apretaba la lanza improvisada y Efraín lo miraba de reojo para asegurarse de que no se echaría para atrás en el último momento.

Ninguno quería quedarse atrás del otro, no solo por la mutua desconfianza que se percibía en el aire, sino también porque sentían de alguna manera la presencia legendaria del viejo italiano.

Cuando llegaron al punto donde la pequeña colina comenzaba a elevarse, observaron en su cima, a varios metros de distancia, cómo el mausoleo del viejo italiano, separado de las demás tumbas, trataba de ocultarse entre la niebla. Ambos lo vieron exactamente tan abandonado como lo recordaban. Estaba resguardado por una pequeña cerca de rejas con cruces en su diseño, la cual no era difícil de atravesar.

—Hágale pues, ya sabe lo que tiene que hacer —dijo Efraín, sin imponencia.

Jacinto avanzó lentamente, dando pasos cortos, como si estuviera a punto de arrepentirse. Sin embargo, se esforzaba por convencerse de que ya era mayor y que no debía atormentarse con cuentos de niños. Solo tenía que clavar la vara de hierro forjado al costado del mausoleo, dentro de las rejas, y luego gritarle al viejo italiano quién era su madre.

Jacinto se tomó más tiempo del necesario para completar el recorrido, pero Efraín no se atrevió a apurarlo. A esas alturas, él también experimentaba más temor del que hubiera imaginado, y creyó que hacer cualquier tipo de ruido podría no ser del agrado del viejo italiano. Solo necesitó levantar las piernas para pasar por encima del cerco. Entró en los terroríficos terrenos del espanto. Sintió frío y su ruana no le proporcionaba mucho abrigo. Miró hacia atrás para buscar a su amigo, pero la niebla solo le permitió distinguir su tenue silueta. Su corazón latió fuertemente, como si estuviera en una orquesta de tambores. Con determinación, dirigió su mirada al interior del mausoleo y solo vio oscuridad. Tomó una bocanada de aire y levantó los brazos con la lanza y la clavó con todas sus fuerzas en la húmeda tierra mientras emitía un grito rasgado:

—¡Viejo italiano, eres un hijo de puta!

Escuchó Efraín a lo lejos. Y todo quedó en silencio por un instante. Sin embargo, cuando Efraín creyó que había perdido la apuesta, escuchó otro grito de Jacinto. Esta vez de horror. El viejo italiano se lo llevaba con él. Efraín, a pesar de dudarlo por un instante, se echó a correr por en medio de las tumbas tan rápido como pudo sin mirar atrás hasta salir del cementerio sin saber de la suerte de su amigo.

Tres días después, al mediodía, enterraron a Jacinto en el mismo cementerio. El culto estaba abarrotado de personas que venían a darle el último adiós. Jacinto había sido encontrado la mañana siguiente a la tragedia. Resultó que la estaca que había clavado con todas sus fuerzas en la tierra húmeda también había atravesado un extremo de su ruana y esta lo jaló al darse vuelta. Jacinto murió de un paro cardiaco.

Raquel, su esposa, y sus cuatro hijos lloraban junto al ataúd. Justo detrás, Efraín también sentía sus ojos enrojecer mientras tomaba el hombro de la viuda.

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