Elizabeth Andrade: la historia detrás de la ganadora del Premio Nacional de Derechos Humanos 2022

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No hablamos de políticas sociales ni de la inmensa labor que ha hecho como lideresa, sino de otros aspectos íntimos de su vida. Nos contó sobre cómo logró salir de un círculo de violencia familiar, su infancia, los años como religiosa y de lo que espera para su futuro tras haber sido reconocida.  

Entrevista realizada para Revista Sur.

Ya tiene el vestido listo. El color lo desconoce porque será una sorpresa de su hija, quien se lo compró con amor y le insistió que lo luciera. Lo único que sabe es que es largo y de gala, y que lo usará en la ceremonia que se realizará el 25 de julio del 2022, el mismo día que cumplirá 55 años de llevar una vida difícil sobre sus hombros. Le entregarán el Premio Nacional de Derechos Humanos 2022, por su incansable trabajo por las personas migrantes en la zona norte del país, basado en su propia experiencia.

La seguridad que Elizabeth Leonor Andrade Huaringa produce al hablar hace que se le noten los años recorridos como activista social. Pronto ondea su bandera de autoestima y mujer empoderada. Muestra una cuota de orgullo y coraje cuando menciona que tiene sangre afrodescendiente y que su tatarabuela llevaba las marcas de grilletes en sus pies por la esclavitud. Tampoco tarda en resaltar su linaje indígena.

—Hay una frase peruana que dice que el que no tiene de inga tiene de mandinga. Y yo tengo de las dos.

No le cuesta describir su color de piel, la nariz ñata y unos labios gruesos que la hacen sentir sensual. También menciona el solar donde creció, y aclara que era como un cité de los que se conocen en Santiago, pero de forma redonda. Las casas iban a los costados con un patio gigante donde jugaba con otros niños y recuerda con cariño a una vecina titiritera quien les enseñaba teatro y a bailar.

—Crecimos en el ambiente de saber lo que le pasaba a cualquier vecina, si necesitaba ayuda. Si la mamá del 104 se iba a trabajar, la mamá del 106 cuidaba a los niños.

Puede mirar su infancia en retrospectiva y deduce que ese ambiente colectivo y circular donde creció le ayudó a tener la mirada para trabajar siempre en conjunto, a pesar de que el dinero siempre fue escaso.   

Es la mayor de seis hermanos criados en el distrito de Breña, un barrio popular del centro de la capital peruana, donde la bohemia resaltaba y hacía que se cerraran las calles para que lo imperativo fuera celebrar hasta que el alba se hiciera presente.

—Recuerdo que cerraban dos o tres cuadras con autos para convertirlas en una gran sala de baile, comida y licor.

Asimismo, el ambiente religioso siempre estuvo presente en la vida de Elizabeth. Todos los domingos sus padres la llevaban a la iglesia, a la vuelta de su casa, para que presenciara la misa que se daba para los niños a las 10 de la mañana. Y esas prácticas la persiguieron tanto que a sus 16 años la llevaron a entrar a un convento, donde duró 10 años. Llegó, incluso, a hacer votos temporales, la penúltima instancia antes de ser declarada novia de Cristo.

—¿Y en qué momento te diste cuenta de que no era tu vocación?

—Fue en un momento social y político que vivió Perú, en el cual nosotras nos sentimos muy cuestionadas como mujeres, como religiosas. En los años 90, 91, en los cuales mucha gente se moría de hambre. Entonces nosotras empezamos a hacer cosas que, para la congregación, eran indebidas.

—¿Qué hacían?

—Donar muchas de nuestras cosas a la comunidad.

Ese fue el punto de quiebre que la hizo desistir de llevar toda la vida un hábito como vestimenta. Hubo un juicio religioso que llegó a la conclusión de que ella y otras jóvenes devotas eran impetuosas, pero que iban en contra de las normas institucionales porque eran capaces de crear ollas comunes. Desde esa época se manifestaba el servicio social de Elizabeth quien, frustrada, prefirió irse a tan solo un mes de hacer los votos perpetuos. Renunció.

A los 26 y con tantos años dedicados a la Iglesia, sintió que el rumbo se le perdió. Toda su vida había estado en medio de biblias, santos, rezos y estudios teológicos con el propósito de ser una misionera. Creyó haber encontrado de nuevo el camino, pero no era el que ella quería.  

***

Mientras conversamos la interrumpen un par de veces. Son algunas de sus compañeras a quienes saluda de buena gana y con las que tiene camaradería. Son afectuosas entre sí. Puede ser que una de ellas sea Jessica, quien ahora le maneja la agenda. A Elizabeth se le nota que tiene experiencia con la prensa y ahora mucho más cuando ha dado un sinnúmero de entrevistas tras ganar el premio que la hizo sacar lágrimas cuando la llamaron por teléfono para darle la buena nueva.

—Le dije a mi hija que me estaba llamando el director del INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos) y me respondió: “¿Será que ganaste?”.

Su casa está en el campamento Nuevo Amanecer Latino, Antofagasta. Mide cinco metros de ancho por 10 de fondo. Tiene dos habitaciones y una sala que es living, comedor, cocina y baño, todo junto. Con el primer 10 % del retiro de pensión hizo dos habitaciones, una para ella y la otra para su hija, porque no tenían.

—Solo teníamos una división muy incómoda.

Los otros dos retiros también los utilizó para mejorar su casa, pero no fue suficiente.

Falta forrar las paredes porque son de material ligero (madera) y el frío en las noches entra sin pedir permiso. Tiene en cuenta que son casas provisorias y no es conveniente construir con un material sólido, como ladrillo. La casa es humilde, pero el jardín de flores y la dedicación hacen notar que la ha construido con amor. Elizabeth siempre ha trabajado para mantener su casa, primero como asesora del hogar y luego como asistente de párvulos.  

***

Cuando unos primos de Elizabeth se dieron cuenta de que ella ya no sería monja, la invitaron a fiestas, a tomar y a bailar. Y se dejó convidar a recorrer el mundo terrenal.

—Me perdí en esas cosas nuevas de mi vida y mi mamá me decía que me estaba yendo por malos pasos (risas).

Aprovechando de que su hermana vivía en Chile, la madre de Elizabeth le insistió que también migrara. Viajó en bus desde Lima hasta Tacna y de ahí hasta Arica. Y entre Tacna y Arica transcurrieron 10 años, conoció a Alberto, el padre de su hija, y empezaron los sufrimientos.

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Elizabeth dice que en algún momento se dará el espacio para retomar la guitarra, que tanto le gusta, cuando recupere la voz que perdió cuando le dio Covid-19. Ha compuesto canciones, pero no las comparte porque son muy personales y prefiere guardarlas para ella. 

Ahora quiere, antes que nada, terminar con la lucha que emprendió como dirigente. Construir ciudad y lograr que los ciudadanos tengan un espacio intercultural. Pero confiesa que es una amante del silencio total. Si la ponen a escoger, se iría a una isla retirada en el sur de Chile sin pensarlo. Sueña con vivir viendo pasto, todo verde, hasta donde le alcancen sus ojos. Viviría ahí sola para leer un buen libro y escuchar el silencio mientras se toma un buen vino. Escogería una parcela para poder alimentar a las gallinas, mientras a lo lejos escucha el galope de un caballo, porque asegura que algo de monje le quedó. Si bien está rodeada de mucha gente, al final del día siempre busca su espacio para encontrarse con ella misma.

—Cuando tenga 70 u 80 años me gustaría un espacio con menos adrenalina. Por ahora nuestra labor está a mitad de camino. Todavía necesita de la fuerza y de la voz.

—¿Y vivir con tus nietos en la vejez?

— Que lleguen de vez en cuando mis nietros a visitarme, pero que no vivan conmigo (risas).

***

Cuando menciona que conoció a Alberto, en el año 96, dice que fue su amor, pero también advierte que esa palabra es solo entre comillas.

—Y me entregué. La segunda vez que tuve relaciones, e iba a empezar a planificar, quedé embarazada de mi hija Kimberly.

Fueron 17 años los que vivió con Alberto. En ese tiempo se separó cuatro veces y regresó otras cuatro. Sin darse cuenta, Elizabeth se involucró en el círculo de la violencia doméstica. De esas que no se manifiestan con golpes sino con gritos e insultos. La echaba de la casa cada tanto. Cuando Kimberly tenía seis meses de nacida se fueron ambas a Lima para escapar de la vida tormentosa. Fue entonces que la normalización de la violencia apareció de nuevo, esta vez en la forma de su padre.

—Cuando llegué a Lima mi papá me dijo que todos los matrimonios tienen problemas. Me preguntó que si por esas tonteras iba a destruir el mío.

Le hizo caso a su padre y no pudo salir del círculo vicioso. Por ello, Elizabeth define que era una “felizmente esposa sumisa”. Cuando Alberto se iba, a ella y a Kimberly las dejaba encerradas con llave en su propia casa para que no salieran. Elizabeth, con el manto de la sumisión en sus ojos, justificaba el hecho y decía que Alberto lo hacía para cuidarla.

El día en que cumplió 48 años, Elizabeth se preguntó qué estaba haciendo con su vida. En ese entonces ya trabajaba como líder dirigente en el colegio de su hija, sin hacerle el quite a su vocación. Con esfuerzo, se logró separar… pero solo de pensamiento. Aquello significó que empezara a no depender de Alberto en muchas cosas y a decidir por ella misma. Le dio un ultimátum.

—Le dije, “si vamos a vivir juntos te portas bien, porque en una más que me hagas te vas para siempre”.

Palabra dicha, palabra cumplida. Un 31 de diciembre su esposo se portó mal otra vez, y él mismo tomó las maletas y se fue. Elizabeth le cerró la puerta para siempre, esta vez en serio. Pero comenzó un año y medio de torturas porque su esposo quería regresar. No sirvieron los ruegos ni las flores. Elizabeth estaba decidida.

Para ella fue difícil tomar esa decisión, pero cuenta que, en un viaje a Lima, tuvo una epifanía mientras visitaba a su tía de 82 años, quien toda su vida fue violentada por su esposo.

 —Mi tía me dijo: “No veo la hora en que se muera este maldito para yo poder ser feliz y hacer mi vida”.

Era como si Elizabeth se estuviera viendo en el espejo; como si ella misma, a los 82 años, se estuviera diciendo que no quería eso para el resto de su vida y que tenía que parar. Sin querer, su tía le dio el empujón final que necesitaba para poder hacerlo. Fue el momento en que tomó la decisión de entrar al campamento como dirigente. Si la vida con Alberto fue violenta, la separación lo fue mucho más.

Alberto la persiguió, la insultó y la gritó en el trabajo, hasta llegar al punto de perder el empleo. Carabineros y jueces intervinieron en medio de una tormenta hasta que la calma llegó, pero con consecuencias: Alberto y Kimberly rompieron relaciones y, como es habitual en estos casos, hubo demandas de por medio para la manutención. Divorcio culposo por violencia fue el veredicto de la separación, porque Alberto llegaba al punto de acuchillar las paredes de la casa para intimidar.

—En ese tiempo me quedé sin trabajo y con muchas crisis de pánico. Mucha gente me apoyó, como las compañeras de la dirigencia. Me ayudaron a salir adelante.

Elizabeth nació de nuevo y agrandó aún más el currículum (se puede encontrar fácilmente en internet) que le hizo ganar el premio del INDH, el primero que se le otorga a una persona fuera de la Región Metropolitana.  

Kimberly no tiene hijos y heredó de su madre el liderazgo. Durante la pandemia creó la escuela popular en el campamento Nuevo Amanecer Latino. En el año 2019 fue premiada como lideresa del norte en El Mercurio. Es cantante rapera y este año, junto a su madre, las premiaron como mujeres que inspiran en el Banco de Chile. Está feliz de lo que le está pasando a su madre y siente el premio como si fuera suyo. La acompaña siempre a las reuniones.

Cuando Elizabeth confirmó que había ganado el premio lloró mucho, casi una semana. Se le subió la presión y desde entonces ha tratado de estar más tranquila. Por eso aún no ha habido celebración, porque recién está procesando lo que significa. A pesar de que le han dicho que pasará a ser una “honorable dama”, se siente una mujer pobladora. Como ella dice “una patitas con tierra” y no deja de pensar en los suyos y en su madre.

—Después de esto como que me achocloné con la familia.

Por eso hará que su madre (quien vive en Perú) y su familia estén durante la premiación, para también cumplirle el sueño de que todos sus hijos estén juntos. Su padre no estará, porque falleció hace tres años. Y después celebrará con ellos y sus amigos en la corporación hasta emborracharse, ojalá con pisco sour, no importa si es peruano o chileno, porque para Elizabeth es lo mismo.

—Las fronteras las hacen nuestras cabezas, lo importante es disfrutar de la uva.

Prefiere que el vestido de gala sea rojo, pero tampoco importa el color porque quiere darle el pleno gusto a su hija. Se lo pondrá, a pesar de que dice no representarla.

Corporación Sur la postuló para el reconocimiento y por eso pensó que el dinero que recibirá debía ser para la entidad. Pero el INDH le aclaró que el reconocimiento es para ella. Sin embargo, una parte lo utilizará para fortalecer la cooperativa de trabajo y ayudará para comprar unas máquinas de costura.

—Voy a utilizar todos los medios para seguir ayudando.

Otra parte la utilizará para arreglar su casa y, otra parte, ojalá, para cumplir un sueño que siempre ha tenido: viajar en un crucero.

—Quiero conocer Bahamas y el Caribe— dice sin ocultar una sola gota de emoción.

—¿Y el amor?

Yo estoy enamorada. Pero hay cosas que me gusta hacerlas sola. Tengo un compañero, con una relación bastante abierta. Desde que me separé decidí nunca más vivir con alguien en mi casa. Nos tratamos con amor y respeto. No sé qué pasará cuando tenga 60.

—¿Alguna vez había dado una entrevista de este tipo?

—La primera vez, pero quiero que sirva para dar un mensaje: si en este momento hay una mujer que está intentando liberarse de una esclavitud, del círculo de la violencia, que lo haga, porque va a florecer y porque, quizá, será otro premio nacional de la vida. He logrado mucho más como mujer, viviendo con respeto y dignidad.

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