Andar por buen camino
“Esa es música de locos”, decía mi abuela cuando escuchaba a las bandas que tocaban a través de mis casetes prestados de un amigo de un amigo, a finales de 1980. Decía que me iba a corromper y que sería la oveja descarriada. Ahora entiendo a la vieja. Escuchar a Cinderella, Poison y The Cure en un país donde por cultura las radios solo ponían cumbia, salsa, merengue, bolero o chirimía, debía ser un choque fuerte para ella y para mucha gente a mi alrededor. Sin embargo, estaba seguro de que yo no estaba loco ni que esos músicos que escuchaba tampoco lo estaban. No tenía mucho acceso a la información en esos tiempos, pero tenía la corazonada de que, a través de esas vestimentas raras, peinados extraños y esa música diferente, se escondía mucho más que estigmatización. Con el tiempo, supe que detrás todo ellos había verdadero arte.
A pesar de ello, debo confesar que, con el paso de los años y con acceso a más bandas y artistas como Jimi Hendrix, The Who, Jerry Lee Lewis, The Clash, entre otros, me llamaba la atención el por qué destruían parte de sus instrumentos musicales. Por un lado, eso también me chocaba y pensaba en el costo económico (destruir una guitarra cuando yo no tenía ni para comprarme una flauta); por otro, me llamaba la atención la autenticidad del hecho y el performance que generaba. Ese show era atractivo e irracional al mismo tiempo. Veía en esos artistas exponer sus emociones intensas, como satisfacción o placer, al momento de crear su música y destruir todo al final. “¿Cómo puede ser eso un arte?”, alguien me preguntó una vez. Pero aún era muy joven y sin mucha educación para responder esa pregunta.
Aún no entendía el arte mucho más allá de la pintura, la escultura, de lo bello; de lo bien creado y de lo visiblemente estético. Aun no repasaba ni comprendía a Aristóteles, quien soportaba que las artes no son más que la imitación de las experiencias humanas. Y esas experiencias humanas no es solo lo bello, sino también las experiencias del caos y de la destrucción. La rabia, la tristeza y la muerte también son parte de la vida.
También Kenneth Kemble, por ejemplo, puso a revolucionar la mente de sus espectadores con su arte destructivo. Fundamentó que, así como el hombre deriva todas las emociones intensas al tener las actividades que tengan que ver con la creación, también existe en él el polo opuesto. Es decir, el derivar el mismo placer que viene de la destrucción. El quemar, romper descomponer hace parte natural de esos placeres humanos, de esas experiencias humanas.
No sé si las bandas o los músicos que destruían sus guitarras y escenarios tendrían la racionalidad para saber del arte que exponían, o si simplemente se dejaban llevar por sus emociones más oscuras. Quizá Jimi Hendrix solo quiso imitar a The Who; romper sus instrumentos sin mucho análisis en su acción. Pero si así fuese, no impidió que expresase el arte mismo, el arte de exponer sus emociones.
Ahora, con el paso de los años, comprendí cómo el arte creó al pop y cómo el pop se transformó en arte. También entendí que, finalmente, el escuchar rock me hizo andar por buen camino. Por lo menos me hizo ser menos ignorante… un poco menos nada más.