La Casa Gutiérrez

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En el barrio todos hablan de la casa la casa de los Gutiérrez. Hoy está abandonada, pero hace tiempo la habitaba una familia conformada por los padres, una hija adulta y una sobrina adolescente. Pero esa casa no siempre fue conocida. Hubo una época que pasaba desapercibida en el barrio porque nadie conocía de los verdaderos secretos que la habían poseído desde que fueron levantados sus cimientos.

 En medio de sus techos y muros, se dice que se manifestaba una presencia venida de los infiernos. Sólo tres de los cuatro integrantes de la casa sabían que también ahí vivía el Diablo, cuya presencia se les manifestaba en el plano real y también en sueños perturbadores. A la única que no se le había aparecido era a la niña Rebeca, la sobrina de la que el matrimonio se hizo cargo cuando quedó huérfana en un accidente que también provocó que su rostro quedara desfigurado; quizás, el Diablo no se le había aparecido porque aún no le había llegado su hora.

Siempre se rumorea que la primera que lo vio fue Dolores, la madre. Una mujer de sienes hundidas y ojeras pronunciadas; la que los años de encuentros con ese mal le habían consumido las risas y secado el alma; tan discreta, obediente y conservadora como sus padres la había criado y su marido Herminio le exigía.

Ese día, la pareja de esposos cumplían tres días de casados y los deberes conyugales ya se habían consumado con sumisión las veces suficientes, como para que su hija fuera semilla en el vientre. Su esposo Herminio se había ido a cumplir asuntos laborales y ella se quedó sola en la casa recién heredada.

Se dice que al caer la tarde, Dolores regaba los helechos en el patio central cuando escuchó crujir las puertas y sintió un olor desagradable en el ambiente, como de infierno fermentado. Una sombra en la pared la hizo girar para saber que ese ser emitía una mirada macabra con ojos de un colorado intenso. El mundo a su alrededor se le oscureció cuando fue lanzada como un bulto a la pared, luego de haber sido tomada por el cuello con unas manos de fuego que le quemó las carnes.

Quedó inconsciente por un tiempo indeterminado, hasta que su esposo Herminio, horas más tarde, regresó para tratar de reanimarla con angustia. Dolores vio cómo su esposo, luego de verla golpeada en la cabeza y con unas marcas del Diablo en su cuello que por poco la estrangulan, llamó a su tío, el cura de la familia, para que echara de la casa a esa criatura y a otros demonios que la habitaban. El hisopo con agua bendita y los rezos que el cura pronunciaba en latín por cada recoveco que encontraba lograron domar al ser maligno por algún tiempo, pero no fue suficiente. Aunque con menor frecuencia y violencia, el Diablo se le siguió manifestando a Dolores en los días menos pensados.

 La costumbre de la maldad se fue tomando a la pareja y llegaron al punto de la resignación de convivir con la desdicha. Con el pasar del tiempo aprendieron a mantener al Diablo calmado con eventuales rezos, sahumerios y haciendo la terapia del desentendimiento en la vida cotidiana. Mantuvieron el secreto ante las demás personas para no ser parte de los chismes en reuniones y para que no fueran apedreados en su propia Iglesia; aunque no tuvieron que hacer mucho esfuerzo, porque la familia era tan discreta que ningún vecino podría enumerar los miembros de la casa Gutiérrez, ignorando, incluso, que así se apellidaban

En los años siguientes todo se mantuvo en una leve calma, hasta el tercer día en que Graciela, la única hija del matrimonio, cumpliera quince años. Fue en la madrugada, cuando sólo se escuchaba el gemir de los gatos apareándose encima de los tejados y los perros del vecindario ladrar desesperados, cuando la menor escuchó, dentro de su propio sueño profundo, cómo se abrió la puerta de dos alas del cuarto para que el frio entrara desde el patio.

Los chismes cuentan que era la peor pesadilla en la que jamás había estado, porque en un solo parpadeo sintió el peso del Diablo que la dominaba. El temor la hizo inmóvil para dejar que el espanto le rugiera al oído a diferentes ritmos. Cerró los ojos varias veces, como procurando despertar, pero los intentos eran fallidos; cuando por fin lo hizo el sol ya quería salir. Se dio cuenta que el Diablo ya no estaba, pero la espesa maldad de su presencia aún permanecía. Se quedó muda en la cama, sudando frío y mirando hacia las tejas de barro, hasta que se paró en la orilla para sentir la sangre deslizarse por sus entrepiernas.

Sólo hasta ahí sintió el dolor con un espanto profundo y lanzó unos alaridos tan fuertes que callaron a los perros e hicieron que sus padres, que dormían al principio del pasillo, en el cuarto principal, entraran de repente a la habitación para darle socorro en la macabra escena. Graciela, que desde temprana edad mostraba la misma personalidad de su madre y la obesidad de su padre, estaba rendida y sosteniendo su vientre con sus manos ensangrentadas. Intentaron calmarla sumergiéndola en la tina con agua tibia y yerbas de algún tipo, pero la niña no dejaba de temblar y mirar hacía un punto fijo que no existía para nadie, sólo para ella.  

—Ha vuelto —dijo Dolores resignada. Al menos eso cuenta la gente.

 Dolores lamentó, una vez más, que su tío cura ya hubiese muerto, porque él era el único que tenía el poder espiritual de calmar, en parte, al Diablo cuando se enfadaba; aunque dudó de que esta vez lo hubiese podido hacer, porque nunca había visto al Diablo tan bravo como ese día. Una vez más, los integrantes de la casa Gutiérrez prefirieron guardar silencio para que el hecho quedara atrapado en la casa, y solo se limitaron a encender el sahumerio y veladoras a vírgenes con más frecuencia. 

***

 También se dice que la sobrina Rebeca, una noche antes de cumplir los 14 años miraba, a través del espejo del tocador, cómo su prima mayor le hacía una trenza estilo francés antes de ir a la cama. Pero el ambiente era muy distinto al que la menor estaba acostumbrada, porque notaba un temblor de nervios en sus manos, lo que provocaba que jalara sus cabellos más de la cuenta.

Debido a su rostro desfigurado, Rebeca nunca acudió a la escuela y se podían contar con los dedos de una mano las veces en que le permitieron salir a la calle; y, cuando lo hizo, fue a rostro cubierto para evitar alborotos. A Dolores y a Herminio les faltó unos cuantos kilos de afecto por Rebeca, por lo que su prima Graciela se hizo cargo de llenar ese peso y también se hizo cargo de algunas labores cotidianas y necesarias para su desarticulada crianza. Las primas, a pesar de la diferencia en su edad, eran tan unidas que siempre durmieron el mismo cuarto.

—¿Qué pasa, prima? Dime por qué estás tan nerviosa —algo así dijo Rebeca.

Graciela dejó el peinado a medias para sentarse al lado de la cama y responderle con balbuceos que ella en realidad nunca había sido su prima… sino su madre.

Resultó que el encuentro con el Diablo, quince años antes, habían rendido frutos. El ser maligno dejó su esperma en el vientre de Graciela para seguir cultivando la maldad en la tierra, según lo que siempre argumentaron Herminio y Dolores cuando se dieron cuenta que la muchacha estaba encinta después de que el mal la poseyera aquella noche de terror. Por eso siempre, a pesar de ser su única nieta, le dieron un cariño a cuotas; la otra razón del desprecio era porque en realidad había nacido con el rostro del padre, el rostro del Diablo: nació con la frente ensanchada, el ojo izquierdo más chico que el otro y con una nariz porcina, como toda una digna representación de la maldad. También, por ese motivo, tuvieron que crear una historia entorno al hecho para poder justificar su existencia, dado que querían seguir ocultando que, en realidad, era su hija la que había parido la descendencia del Diablo. Entonces fue que inventaron que Rebeca era hija de un medio hermano de Dolores, y que esta quedó huérfana de padre y madre por un accidente que desfiguró su rostro, teniéndose que hacer cargo de su crianza; y convencieron a Graciela de ocultarle aquella verdad a Rebeca.

—¡¡¡¿Qué dices?!!! —preguntó Rebeca— Tú eres mi prima. ¿Por qué dices eso?

Graciela la sentó a su lado y trató de encontrar las mejores palabras para explicarle quién era su padre, pero se dio cuenta, cuando terminó de hacerlo, que no las había encontrado. Como era lógico, Rebeca se sumergió entre lágrimas, terror y un desconcierto absoluto.

  —¡¡¡¿Entonces soy hija del diablo?!!! ¿Por qué me lo cuentas hasta ahora? —preguntó Rebeca sollozando.

Graciela le respondió que la razón era por miedo, porque al año siguiente su hija cumpliría quince años, los mismos que esperó el Diablo para embarazarla; así que temía que ese ser malvado viniera por ella en esas fechas cercanas. Le aterraba el hecho de saber que su hija sufriera lo que ella sufrió. Hija y madre se siguieron consumiendo en su dolor y preocupación durante los siguientes meses, con una perturbadora indiferencia de Dolores y Herminio.

    ***

Se cuenta que el año transcurrió tan rápido de lo que Graciela y Rebeca hubiesen querido y tan rápido como una voraz enfermedad invadió el estómago de Dolores. Estaba tendida en su cama agonizante, cuando en medio de sus últimos quejidos hizo algo que no había hecho hacía mucho tiempo: mandó llamar a su desfigurada nieta para hablar con ella.

La niña entró al cuarto con timidez y saludó entre labios.

  —Acércate —dijo Dolores.

Rebeca obedeció y se sorprendió cómo su abuela le tomaba la mano para decirle que sentía mucho que sólo hasta hace poco supiera quién era su padre. También le dijo que tenía presente que al siguiente día cumpliría los quince años, y que era muy probable que el Diablo viniera por ella.

 —Debes prepararte para su llegada —dijo Dolores.

La niña Rebeca no pronunció palabra y sólo dejó caer una lágrima por su rostro irregular. La abuela levantó su mano y la besó cerrando los ojos, para decirle:

—Ahora vete, muchacha; vete y llama a tu hermana Graciela para darle instrucciones.

—Ella es mi madre, abuela, no mi hermana.

—Así es, muchacha, ella es tu madre, pero también es tu hermana.

Entonces llegaría la noche cruel donde la casa Gutiérrez se preparó para lo que estaba pronosticado. En medio de sus paredes de adobe, la maldad haría notar su presencia en el cumpleaños número quince de Rebeca, y haría saber que siempre, aunque a veces se ocultaba, el Diablo estaba durmiendo donde comienza el pasillo, en el cuarto principal, junto a Dolores.  

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