El novato
Estaba nervioso y con las manos en la cintura. Con 21 años, el menor de todo su grupo, era quien cargaba toda la responsabilidad sobre los hombros en ese minuto. La razón no la sabía, pero él, como un buen peón, atendió al llamado.
Era un jueves 24 de octubre de 1985 y se disputaba la final de la Copa Libertadores de América entre los equipos Argentinos Juniors (Argentina) y el América de Cali (Colombia). El recinto no estaba del todo lleno, porque el juego era en un terreno neutral. Sin embargo, en el estadio Defensores del Chaco de Asunción (Paraguay), no se dejaba de escuchar los coros y silbidos de la muchedumbre, sobre todo de hinchas argentinos.
La lógica decía que Anthony de Ávila, de piel canela y pelo negro esponjoso, no debía estar frente al balón para realizar el último cobro del equipo colombiano en la ronda de penaltis. El más experimentado de sus compañeros, Julio César Falcioni, era quien debía tener esa misión; pero este se arrepintió en el último momento. Fue cuando el director técnico llamó al novato.
—No sé qué le pasó a Falcioni, de pronto vio una responsabilidad muy grande y por eso no lo tiró; me tocó a mí— le dijo de Ávila a un reportero, el día en que se cumplieron 25 años de la noche memorable.
El árbitro chileno, Hernán Silva, tuvo minucia en verificar las distancias, la ubicación de la pelota, la posición del arquero. Todo en orden, dio pasos en reversa, se alejó hacia un costado e hizo sonar el silbato.
Anthony de Ávila estaba a seis metros de distancia del balón, sobre la línea blanca que dibuja una medialuna. La bulla del estadio disminuyó lentamente.
Al frente, debajo del arco, había un experimentado como Enrique Vidallé. Experimentado y grandote. 1 metro con 87 centímetros de altura, a quien le bastaba con estirar la mano para tocar el larguero que lo cubría. Pero en ese momento no imponía su tamaño, porque estaba encorvado, con los brazos hacía el frente y sin mirar otra cosa más que el balón.
—¡Vamos a ver qué sucede aquí… decisivo remate! — se le escuchó al narrador.
Anthony de Ávila avanzó lento. Elegante. Sin dejar ver que los nervios se lo estaban devorando. Dejó caer su brazo derecho y el izquierdo lo mantuvo en la cintura. Dio el primer y segundo paso tan largo como sus cortas piernas le permitían. Le decían “El Pitufo”. Los otros siete pasos los dio cortitos, como dando brincos. El estadio quedó mudo. Finalmente, pateó con la pierna derecha sin mirar a su adversario.
—El remate iba a media altura, pero no recuerdo si fue fuerte o suave, la vi venir y me tiré—dijo el arquero Vidallé.
Se escuchó algarabía en el estadio, porque el equipo argentino había ganado el torneo internacional.
—Vinieron críticas; pero afortunadamente encontré personas que me apoyaron —, dijo de Ávila quien, tras errar el cobro, se quedó estirando los brazos reclamando quién sabe qué cosa.
Con los años se volvió una estrella con su camiseta escarlata. Un goleador. Coleccionó títulos y los hinchas lo perdonaron.